El secreto de la inmortalidad: La afición por la lectura
Cecilia Echeverría Falla, agosto de 2023
Tiempo de Lectura: 12 minutos
Cecilia Echeverría Falla, agosto de 2023
Tiempo de Lectura: 12 minutos
La XX edición de Filgua llegó este año con fuerza y esplendor a Fórum Majadas del 6 al 16 de julio. Miles de niños, jóvenes y adultos participaron de las más de 300 actividades que se desarrollaron en esos 11 días de baño intenso de cultura a través de los libros. Fue maravilloso constatar que el lema de Filgua, “¡Vamos por un país de lectores!”, no es un mero desideratum, sino que se está haciendo realidad en los guatemaltecos. Al ver a tantos lectores entusiastas que buscaban, en medio del caos vehicular, un oasis de frescura en los stands de libros, conversatorios, cuentacuentos, espectáculos teatrales y artísticos, se agolparon en mi mente algunas reflexiones sobre la afición por la lectura.
El diccionario de Oxford, la editorial británica que ha estado definiendo el lenguaje y nuestros tiempos durante más de 150 años, eligió como palabra del año 2022: Goblin mode.
La expresión alude a un escenario desordenado compuesto por una cama sin hacer durante días y ropa tirada por todos lados, envases vacíos por el suelo, una camiseta vieja como máxima expresión de elegancia, sesiones interminables de videos de TikTok y feeds de Instagram. Una actitud autocomplaciente y egoísta de descuido y pereza.
Si miramos un poco hacia atrás, en el 2019 la palabra del año fue “cambio climático”. En el 2018 la palabra del año fue “tóxico”. En el 2017 fue “terremoto juvenil”. En el 2016 la palabra fue “post-verdad”. Hemos pasado a vivir en la sociedad de la posverdad. La verdad se ha devaluado tanto que ha pasado de ser el ideal del debate político a una moneda sin valor.
En años anteriores algunas palabras muy sonadas fueron “vapear” y “selfie”.
¿Qué relación tiene esto con la lectura?
Con sólo analizar un poquito las palabras más utilizadas nos damos cuenta de que estamos un poco asustados ante las grandes verdades, ante las ideas verdaderas, ante las palabras fuertes. Nos quedamos en cosas o en asuntos pequeñitos: selfies, vapes, gente tóxica. Cuanto más se usa una palabra, más se nos queda la idea que transmite. Las palabras tienen detrás conceptos y los conceptos tienen detrás ideologías. Lo primero que las ideologías corrompen es el lenguaje, por medio de éste, circulan sus falacias y luego de ser repetidas varias veces, la mayoría las acepta como verdad. Eso es la manipulación del lenguaje, que muchas veces se dirige hacia finalidades muy concretas de tipo político, económico, social… En estos asuntos nadie da puntadas sin hilo, todas las cosas suelen tener alguna finalidad que generalmente suele llenar los bolsillos de alguien. Por ejemplo, para conseguir que las plantas crezcan sanas y que los cultivos se desarrollen de una forma saludable se puede usar abono orgánico, pero obviamente la industria de fertilizantes químicos tiene mucho más interés lucrativo por el abono químico que por el orgánico y, por tanto, se promueve más. Lo mismo ocurre con otras cosas.
Las ideologías han venido a sustituir a los grandes relatos metafísicos del s. XIX y XX y sus precursores se caracterizan por estar completamente seguros de poseer la receta para lograr todo el bien y evitar todo el mal cultural, político, económico y social. Son atrayentes y tienen un rayo de luz, pero corren el riesgo de absolutizar lo relativo, los sueños humanos.
¿Cómo hacer para no dejarnos atrapar por las ideologías y por la tiranía del relativismo?
Leyendo.
Para no ser vencidos ante el “todo es líquido y relativo”, hace falta un conocimiento profundo de lo que es el hombre y el mundo que le rodea. Y eso es la cultura.
La cultura, concretamente de la letra impresa, tiene a su vez un vehículo: la lectura. También está la cultura de la imagen y del sonido, pero es difícil adquirir un conocimiento profundo del hombre y del mundo que le rodea sin el sustrato de la escritura. Una información que venga exclusivamente de las redes sociales, de TikTok, de los videítos y de los memes será un conocimiento muy superficial. Esa persona difícilmente puede llamarse culta.
Y si uno piensa en lo que es el lenguaje, desde el punto de vista material son 27 signos que caben en un papel de 10 centímetros cuadrados. Nada más. Pero estos símbolos están dotados de tal riqueza combinatoria que de su breve número nacen infinitas palabras, infinitas ideas (el hombre no va a dejar nunca de pensar, ni dirá: “hasta aquí llegué, ya no puedo tener más ideas, porque ya las tuve todas”).
Las palabras son símbolos, puesto que se corresponden al objeto que designan de modo convencional. Es maravilloso ver cómo el pensamiento humano en su actividad simbólica puede saltar sobre los siglos con alas, ligero, libre sobre tan leve apoyo material (cada palabra). Pensemos, por ejemplo, en el libro “La Odisea”. Fue escrito en el s. VIII a. C. y habla de casi todo. Habla del retorno a casa, de la hospitalidad, del reconocimiento, del poder sanador de las palabras, de la venganza, del amor, del reencuentro de los esposos.
Gracias a la lectura, nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo. De tal manera que podemos estar en nuestra habitación y a la vez en los caminos polvorientos de La Mancha; podemos estar en las calles de Guatemala y a la vez en las llanuras heladas de Rusia. Los libros, los buenos libros son a la vez una ventana y un espejo. Conocemos el mundo exterior, la historia, la geografía, el significado de las palabras, y, a la vez, vivimos varias vidas además de la nuestra. Como decía Umberto Eco:
«Quien no lee, a los 70 años habrá vivido una sola vida, ¡la propia! Quien lee, habrá vivido 5000 años. Estaba cuando Caín mató a Abel, cuando Renzo se casó con Lucía, cuando Leopardi admiraba el infinito. Porque la lectura es la inmortalidad hacia atrás».
¿Cómo aprender a ser un buen lector?
Empezaré por describir al mal lector. Un mal lector es aquel que consume los libros. Un consumista que traga la literatura como podría tragarse los poporopos. La disfruta, la ingiere con avidez, incluso con voracidad. Tiene un afán desmedido por saber cómo termina. Y luego olvida el libro.
Un buen lector disfruta la lectura igual que el anterior, pero sin consumirla, sin intentar convertirla en un objeto de deleite, sino incluso lo contrario: quiere que la obra le posea a él, le sorprenda, le maraville, le permita entenderla desde dentro. Se para a pensar sobre lo leído: ¿Qué me está diciendo? ¿Por qué me inquieta? ¿En qué me reconozco al leer esta novela o esta poesía? ¿Por qué me gusta esta obra?
CUATRO CLAVES PARA DESPERTAR EN NOSOTROS EL INTERÉS POR LA LECTURA:
Al leer, recorro el mismo camino mental que el escritor. Él abre la senda y yo sigo sus pasos: me lleva de la mano. Además, puedo volver sobre lo que leo y entablar un diálogo con el autor. Le puedo decir: ¡no estoy de acuerdo! Y enfrentarle con mis argumentos.
La lectura enriquece mi vocabulario. Saber muchas palabras es señal de cultura, porque el lenguaje es el vehículo del pensamiento. Si no se sabe la palabra, no se tiene la idea. Las palabras abren muchas posibilidades, nos abren al mundo de la creatividad y del pensamiento.
El término “cultura” viene del latín “colere” (=cultivar), una palabra de origen agrícola. Se trata de ser “agricultores” de la propia vida aprendiendo a recrear el espíritu con las más altas y lúcidas genialidades de la literatura. “Cultivemos” los más profundos anhelos de nuestro ser.
La lectura de buenos libros despierta en nosotros una perspectiva sapiencial. Se trata de incorporarnos a una gran conversación que ya está en marcha desde hace siglos. No quedarnos callados en esta conversación, todos somos ciudadanos de primera categoría en la república de las letras. No quedarnos al margen.
¿A qué me refiero por perspectiva sapiencial?
Consiste en el deseo de saber, de reflexionar, de dar un sentido a la vida, de ayudar a los demás, de bucear en las más hondas aspiraciones del espíritu. Es un nivel superior de nuestra inteligencia, que ilumina los demás niveles del pensamiento y de la acción.
Existe otro nivel inferior en el que prevalece el afán de tener, de triunfar, de descansar, de divertirse. Cuando este nivel domina la inteligencia, queda bloqueada la dimensión sapiencial y lo único que quiere el hombre es poder conocer para dominar, para ejercer una posesión sobre las personas y las cosas, para explotar el mundo.
La inteligencia humana debe abrir paso hacia la perspectiva sapiencial para trascenderse a sí misma y encontrar sentido a la vida.
Con la perspectiva sapiencial queda iluminada la economía y las finanzas, la medicina y la ingeniería, las leyes y la moral, todo tiene que ver con el sentido de la vida. La complementariedad es muy enriquecedora.
Aquí cabe la capacidad de innovar, de entender los saberes humanísticos con apertura y flexibilidad.
Para un humano, nada es indiferente. Lo decía Terencio, un autor de comedias de la república romana, «Hombre soy y nada humano me es ajeno». La lectura es el lugar para dar soluciones sabias.
Ramón y Cajal, el Premio Nobel español de Medicina, expresó que, para llegar a la madurez, «los buenos libros y la visión directa de las cosas serán los mejores maestros» (Charlas de café, pp. 265-266). Hasta Bill Gates ha dicho que la tecnología nunca podrá sustituir ni a las clases magistrales ni a los buenos libros.
¿Saben cuál fue el primer regalo que le hizo el gran filósofo Aristóteles a su nuevo alumno, luego el célebre Alejandro Magno? Un ejemplar de La Odisea y otro de La Ilíada en papiro, que él mismo había encargado a un copista. El regalo entusiasmó al príncipe de 13 años. Y Alejandro, que descendía por línea materna de Aquiles, el héroe de “La Ilíada”, guardaba este poema habitualmente debajo de la almohada. Y le dedicaba siempre los últimos momentos de la jornada.
La verdad no es una adquisición para siempre. Se oxida si no se practica, es un hábito. Las verdades “aprendidas” se convierten en “soluciones enlatadas”. HAY QUE EJERCERLAS.
La verdad es un HÁBITO INTELECTUAL. La pasión por la verdad hay que cultivarla y se cultiva a través del diálogo, de la lectura, de la conversación. La verdad no está en mí, sino en las cosas. Mantener despierta la sensibilidad por la verdad.
«Leer siempre, escribir mucho y hablar mejor» un buen lema para la vida. Son tres hábitos intelectuales que, si no se practican, se olvidan, como los idiomas.
No hay nada más contraproducente que aferrarme a fórmulas enlatadas o vacías. Se trata de pensar con libertad. Hay que rescatar el pensamiento crítico para poder entender el mundo de hoy.
Como dice una novelista contemporánea, Natalia Sanmartín Fenollera: «Digo que, en cierto modo, somos fruto de nuestras lecturas».
En El despertar de la señorita Prim el hombre del sillón y la señorita Prim mantienen una acalorada discusión sobre las lecturas en la educación de los niños, a raíz del libro Mujercitas de Louise May Alcott.
«La señorita Prim hizo una mueca. —Lo que quiero decir…
—Sé perfectamente lo que ha querido decir. Mi querida Prudencia —el hombre del sillón se rió al advertir por primera vez la presencia del pavo—, si hay alguien preocupado por el lugar de las lecturas en la vida de estos niños, soy yo. He elegido cuidadosamente no solo cuáles, sino cuándo y cómo esas lecturas entrarían a formar parte de la existencia de mis sobrinos.
La bibliotecaria hizo ademán de volver a hablar, pero él la interrumpió firmemente con la mirada.
—Pese al caos que usted ve en mi biblioteca y en mi casa en general, ese desorden que le molesta tan profundamente, no hay una sola coma improvisada en la educación de los niños Ni uno solo de los libros que pasan por sus manos ha dejado de pasar antes por las mías. No es casualidad que hayan leído antes a Carroll que a Dickens y a éste antes que a Homero. No hay nada fortuito en que hayan aprendido a rimar con Stevenson antes de llegar a Tennyson ni en que hayan llegado a Tennyson antes que a Virgilio. Han conocido a Blancanieves, Peter Rabbit y los niños perdidos antes que a Oliver Twist, Gulliver y Robinson Crusoe, y a éstos antes que a Ulises, don Quijote, Fausto o el rey Lear. Y lo han hecho así porque yo lo he querido así. Se están criando con buenas lecturas para que sean capaces de asimilar después grandes lecturas. Y por cierto que antes de que comience usted a exponerme sus sesudas e irritantes teorías pedagógicas, le diré que sé perfectamente que cada niño es diferente. Por esa razón el ritmo lo marcan ellos, no yo. Pero los peldaños de la escalera por la que ascienden han sido construidos por mí utilizando la experiencia acumulada durante muchos siglos por otros antes que yo. Otros a los que estoy profundamente agradecido.
La señorita Prim, que había escuchado atentamente las palabras de su interlocutor, carraspeó suavemente antes de hablar.
—¿Y Mujercitas? ¿Dónde encaja Mujercitas en ese plan? Ya imagino que no en el apartado de grandes lecturas, pero espero que haya un hueco para ella al menos dentro de las buenas lecturas.
—Pues tengo que reconocer que no lo hay.
—Pero ¿por qué? —protestó la bibliotecaria—. ¿No se da cuenta de que una cosa es la erudición y otra muy distinta la delicadeza? Usted sabe mucho de literatura, pero no sabe nada de femineidad.
—Por mucho que lo intento.
—No se lo tome a broma, esto es importante. Y para su información, le diré que Herminia piensa como yo. Nadie dice que Louise May Alcott sea Jane Austen, pero tampoco Stevenson es Dante.
El hombre del sillón la miró con atención.
—¿Sabe lo que me sorprende de todo esto, “Prudencia? La miro a usted, una mujer hipertitulada, moderna y decidida, y no puedo imaginármela leyendo Mujercitas.
La señorita Prim levantó su respingona nariz con más fervor que de costumbre. —¿Y puede saberse por qué?
—Porque es una obra cursi y almibarada, y si hay algo a lo que soy ciertamente hostil es al sentimentalismo azucarado. Celebro que Herminia y usted reconozcan que Louise May Alcott no es Jane Austen, porque, desde luego, no lo es.
—¿Lo ha leído? —preguntó la bibliotecaria—. Me refiero a Mujercitas. —No, no lo he leído —respondió él con calma. —Entonces, por una vez en su vida deje de pontificar y léalo antes de opinar. El hombre del sillón se echó a reír y la miró con renovado interés. —¿Me está pidiendo que lea Mujercitas? ¿Yo? —Sí, usted. Lo menos que puede hacer antes de condenar una obra es leerla, ¿no cree?
La bibliotecaria se levantó, se puso el abrigo y los guantes, cogió el pavo y mientras se dirigía a la puerta murmuró: “Por supuesto que no nos hemos olvidado de la señorita Mott. Le apuesto lo que quiera a que ella tampoco lo leyó”».
Sugerencias concretas y asequibles para adquirir o aumentar la afición por la lectura:
Cecilia Echeverría Falla
Doctora en Filosofía
por la Universidad de la Santa Croce, Italia.
Vocal de la Junta Directiva de la
Academia en agosto de 2021